Un ensayo de interpretaciones inadecuadas. El juicio político como artefacto cultural
“Proceda”, ordenó el recién nombrado presidente de Argentina Néstor Kirchner. Era el 24 de marzo de 2004 y en la Academia Militar, una audiencia de ministros, militares de alto rango y periodistas observaron cómo un oficial uniformado bajaba los retratos oficiales del general Videla y el general Bignone casi veinte años después de la caída de su violento régimen. Fue un gesto cargado de simbolismo que indicaba la intención del nuevo gobierno de romper con las anteriores instituciones y políticas que fracasaron en abordar el persistente legado de la junta militar.
Hacía sólo dos años, en el pico de la crisis económica de Argentina, las calles se habían llenado con gente clamando “¡Que se vayan todos!”. A golpe de caceroladas y quema de bancos, se llegaron a cambiar cuatro presidentes en menos de tres semanas. Se estaba reconstituyendo el poder popular fuera de la tradicional política de partidos, en forma de asambleas de barrios, colectivos de artistas, clubes de trueque y fábricas ocupadas.
Kirchner había sido electo con apenas un 22% de los votos y tuvo que afrontar la difícil tarea de recuperar la credibilidad del Estado. Al hacer bajar los retratos, demostró que estaba dispuesto a desmantelar al establishment y a enfrentarse a los poderosos actores que lo controlaban entre bastidores. Antes de que finalizase su candidatura, el presidente purgó las fuerzas armadas y policiales, procesó a jueces de la Corte Suprema por corrupción, y anuló las dos infames leyes que protegían a los infractores de derechos humanos durante la dictadura.
Se estaba poniendo en marcha un proceso histórico. Pero entender plenamente el funcionamiento de este momento sería como abrir la tapa de un reloj, y descubrir un complejo mecanismo de movimientos contradictorios escondido bajo la directa lógica del tic-tac de las manecillas giratorias.
Todavía tendrían que pasar varios años antes de que Alfredo Astiz se sentara en el banquillo de un tribunal y escuchase al juez sentenciándolo a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad. Conocido como el “Ángel Rubio de la Muerte”, este ex-capitán de la Armada participó en el secuestro, tortura y desaparición de disidentes del gobierno dictatorial. Además, estuvo involucrado en vuelos de la muerte y crímenes perpetrados en la Escuela de Mecánica de la Armada. El juicio acabó con años de impunidad que disfrutó gracias a las Leyes de Amnistía.
En su alegato final, un agrio manifiesto que tardó horas en leer, Astiz no mostró ninguna intención de atenuar sus crímenes, ni de declararse inocente. En un giro teatral de la situación, se describió a sí mismo como un héroe militar perseguido por acatar órdenes y cuestionó la legitimidad de la querella. Con un siniestro llamamiento a la historia, advirtió a los jueces de que en el futuro ellos mismos serían juzgados y denunció que el proceso era un juicio político.
Jacques Vergès, un abogado francés conocido por defender a los llamados terroristas y criminales de guerra, hubiera identificado esto como una “defensa de ruptura”. Este fue en 1987 el planteamiento central de su defensa a favor de Klaus Barbie, un viejo nazi juzgado por tortura y asesinato perpetrado como miembro de la Gestapo en Lyon (Francia). En vez de tratar de demostrar la inocencia de Barbie, o de reducir la sentencia, la estrategia legal de Vergès consistió en desafiar la legalidad y moralidad del Estado que lo acusaba.
Su maniobra podría considerarse como una especie de crítica inmanente, ya que no se formulaba desde una posición normativa externa. Aceptando la pretensión de objetividad, neutralidad y universalidad de la ley, el abogado aspiraba a colapsar el marco institucional bajo la presión de sus propios principios morales, al exponer sus contradicciones e hipocresía desde dentro. En dramáticos discursos dirigidos al mismo tiempo al tribunal y a los medios, Vergès condujo consistentemente la atención hacia la colaboración de Francia en la implementación de la Solución Final y el brutal legado de tortura y contra-terrorismo durante la guerra de Algeria.
La estrategia no eximió a su cliente de la sentencia a cadena perpetua. No obstante, llegó a perturbar la narrativa dominante del juicio, que se esperaba que se convirtiera en un triunfo fácil para el fiscal, y en un tributo al sufrimiento y resistencia heroica de los franceses bajo la ocupación nazi. Con su crítica al imperialismo occidental, Jacques Vergès logró reconfigurar la naturaleza histórica y didáctica del evento, y confrontar a los franceses con una parte de su pasado hasta entonces reprimido.
El abogado comparaba a menudo al sistema judicial con el teatro. Entendió que hay una lógica performativa en la naturaleza de la ley causada por la fundamental indeterminación de los discursos legales. Esto le permitió convertir el juicio político utilizado como un mero instrumento de poder en un artefacto cultural capaz de provocar una reflexión pública sobre normas hegemónicas y de cambiar la ley misma. “Un juicio es un lugar de metamorfosis,” solía decir, “Juana de Arco no hubiera sido santificada sin su juicio”.
En 2013, recibimos una beca holandesa para participar en el programa de residencias de LIPAC, Laboratorio de Investigación en Prácticas Artísticas en Buenos Aires. Durante nuestra estancia, mientras investigábamos sobre la historia reciente de Argentina, llegó a nuestras manos una transcripción del alegato final que Astiz leyó en su juicio y con el que decidimos llevar a cabo un experimento forense. Contratamos a un actor para que leyera el texto ante un instructor de oratoria que le guiara para exprimir todo su potencial retórico. El actor no había leído el alegato con anterioridad y el instructor fue riguroso e implacable con su alumno. Lo que tuvo lugar entre los dos fue un fascinante juego de poder mientras el actor se transformaba en el carácter impositivo que estaba interpretando.
El vídeo resultante, titulado “Últimas Palabras”, debería ser visto como un caso de estudio: un análisis del discurso de Alfredo Astiz como una expresión de las relaciones de poder en la sociedad. No aspira a resolver la antitética relación entre el ex-comandante y la democracia constitucional durante la que fue condenado, ni tampoco presenta a su audiencia una posición moral clara. Deja que los espectadores naveguen entre las contradicciones internas del vídeo, convirtiendo cada pase en una repetición performativa de la ceremonia del juicio.
Sin embargo, hay cierta predisposición a leer el trabajo como una crítica cuando se muestra entre las paredes consagradas de las instituciones culturales y académicas. Pero ¿cómo lo percibiría un simpatizante del antiguo régimen militar, por ejemplo? ¿Podría ser interpretado como una vindicación de Alfredo Astiz y apropiado para una agenda política reaccionaria?
Justo unos días antes de partir de Argentina y de forma inesperada, se nos presentó la oportunidad de poner esto a prueba tras una invitación del embajador holandés. Habiendo oído sobre el éxito del vídeo en el estreno, nos citó para presentar el trabajo frente al personal de la embajada y sus invitados. Diplomáticos, secretariado y un número de señores trajeados impecablemente, banqueros y ejecutivos, magnates de los negocios, se reunieron alrededor de la mesa.
Entre las cabezas giradas hacia la pantalla, se encontraba la de un hombre argentino asintiendo con entusiasmo a los argumentos del testimonio del actor-acusado. A medida que el vídeo avanzaba sin embargo, su cara empezó a ensombrecerse. Para cuando aparecieron los créditos finales, parecía no poder contener su indignación.
El señor, que trabaja en la Sección de Asuntos Consulares de la Embajada de los Países Bajos, nos hizo saber también que era un antiguo oficial de la armada, un amigo personal de Astiz. Había seguido el juicio real con mucha atención con sus antiguos colegas. Luego señaló enfadado a la pantalla manifestando que podía haber sido él mismo el que se sentaba en el banquillo. Si hubiese recibido órdenes de infiltrarse en las organizaciones de derechos humanos, lo hubiera hecho inmediatamente y sin titubear.
Los diplomáticos y ejecutivos se hicieron los locos, pero debían de estar al tanto de cómo en 1977, Astiz había pasado como una víctima de la represión para ganarse la confianza de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo. Poco después, doce activistas, incluidas las fundadoras de la organización, serían secuestradas. Nunca se las volvió a ver con vida.
El ex-militar declaró que se sentía violentado por el vídeo. Estaba ofendido por la irreverencia del instructor de oratoria cuando inducía al actor a “sobreactuar” el papel. La performance era inadecuada, según él, ya que fracasaba al capturar la digna y solemne compostura con la que Astiz, un hombre con disciplina y honor militar, había realizado su alegato. Luego empezó a maldecir la interferencia extranjera, mencionando a los franceses que para empezar, habían sido los que habían puesto en marcha el caso contra Astiz, y recurriendo a su conducta en la guerra de Algeria, realizó una sorprendente caricatura de la defensa de ruptura de Vergès.
Un señor holandés lo interrumpió entonces, anunciando que el vídeo no iba a poder ser mostrado de nuevo en Argentina. “Los argentinos simplemente no estan preparados”, declaró con un absoluto paternalismo condescendiente. El embajador comenzó a preguntarnos sobre quiénes financiaban nuestra estancia en Buenos Aires, y sobre si estos estaban al tanto de lo que habíamos hecho. La reunión finalizó, y nuestra audiencia salió apresurada hacia las oficinas. Ya en la puerta, el hombre que había recomendado contra futuros visionados del vídeo nos preguntó si no estábamos preocupados de que nos fueran a detener en el aeropuerto de Holanda por tener el vídeo en nuestras manos.
Era una broma, suponemos, aunque bastante fuera de lugar, en contraste con los esfuerzos con la que se están investigando actualmente en Argentina las fechorias del antiguo régimen militar. Hacía poco por ejemplo, se había encontrado la lista negra en la que la dictadura clasificaba a artistas e intelectuales en una escala de F1 a F4 según la amenaza que suponían para el Estado. Lo que nos muestra el episodio de la Embajada, es que incluso en las llamadas ilustradas democracias occidentales, los valores como libertades civiles y políticas no son logros irrevocables, y que están constantemente sujetos a la influencia de intereses opuestos.
El 30 de abril de 2013, un día antes de que partiéramos hacia Argentina, miles de personas vestidas de naranja, el color de la Casa Real Holandesa, habían abarrotado la plaza frente al palacio real en Ámsterdam para atisbar a su nuevo rey coronado ese mismo día. A los pocos manifestantes que sostenían pancartas contra la monarquía se los había llevado ya la policía para ser liberados en cuanto terminaron las celebraciones, con la excusa de que habían sido arrestados por un “malentendido” en la cadena de mando.
Un fuerte vitoreo atravesó la plaza cuando por fin el nuevo rey salió al balcón con su esposa, Máxima Zorreguieta, y sus tres hijas. El monarca lanzó una mirada tras la dorada balaustrada y saludó a la exaltada multitud. La controversia sobre su matrimonio con una banquera inversora argentina, cuyo padre había sido ministro de Videla, parecía distante en los recuerdos. La justicia holandesa ya había rechazado tramitar una denuncia contra Jorge Zorreguieta presentada por dos abogados representantes de familiares de desaparecidos en su departamento durante el régimen militar.
Para cuando nuestro avión aterrizaba en los Países Bajos tres meses después, Máxima ya se había establecido como figura pública. Las instituciones de arte, que han visto sus presupuestos recortados por el nuevo gobierno de derechas, parecen esperar beneficiarse de la popularidad sin precedentes de la Reina, invitándola a inaugurar exposiciones y a conceder premios, convirtiéndola en una especie de patrona de las artes. La casa Real mientras tanto, ha encargado a la organización que financió nuestro viaje a Argentina que seleccione a los artistas que crearán los retratos oficiales del Rey ¿A qué coste? nos preguntamos en el hall de llegadas del aeropuerto mientras escuchamos el traqueteo del mecanismo de la cinta transportadora, esperando a que nuestro equipaje acabe apareciendo detrás de las cortinas.
Iratxe Jaio y Klaas van Gorkum. Abril de 2014.
Published in:
- Museo Revista de MACMO
Comentarios recientes