Amigos míos, no hay amigos
Los visitantes de una feria de diseño sostenible obserban enternecidos a 61 pollitos machos correteando en una caja. Mientras tanto, desde el otro lado del mostrador, una chica con sonrisa agradable les explica en qué consiste el proyecto. Los pollitos necesitan la colaboración de los presentes para no acabar en una trituradora, un destino inevitable si se hubieran quedado en la granja avícola donde la joven los ha recogido y que compartirían con los 31 millones de pollitos machos que se sacrifican al año en Holanda. Durante la duración de la feria, cualquiera puede comprarlos por un módico precio, para tornar así el curso de su suerte.
Al acabar el evento, son 9 pollitos los que han sido adoptados. Para el resto, el momento temido parece inminente. El pacto está claro y la chica no parece que vaya a echarse atrás: la salvación de los pollitos está en manos del público, ella misma pondrá en la trituradora a los que no encuentren dueño. Pero el público perturbado no sabe qué hacer, está bloqueado. El ambiente empieza a caldearse hasta que uno de los presentes agarra la máquina y sale corriendo. Pero si no se devuelve la trituradora la chica estrellará los pollitos contra la pared. Visto el panorama, los organizadores de la feria intervienen. Compran la caja entera con las criaturas, la llevan a la comisaría de policía y la autora del proyecto acaba siendo arrestada.
Esto es la descripción de lo ocurrido en el año 2008 en el proyecto “Save the males (Salvad a los machos)” de la artista holandesa conocida como Tinkebell. Como todo proceso colaborativo en el arte este proyecto habla también de sí mismo, de las relaciones humanas, de sus contradicciones, del lugar del individuo en un grupo. Podemos decir que el trabajo juega con los límites de la buena voluntad de los presentes para colaborar en un proyecto colectivo y pone en manifiesto el complejo diálogo entre lo políticamente correcto, los ideales, la responsabilidad y el trabajo común en el activismo.
“Save the males (Salvad a los machos)” no busca un amigable y festivo intercambio entre los participantes, como hacen muchos otros trabajos definidos como estética relacional, es decir aquellos proyectos artísticos que encuentran su razón de ser en las relaciones sociales que representan, producen y provocan. Más bien, busca la fricción, el disenso entre diferentes agentes, tambaleando los frágiles pilares que sirven de sustento en un grupo, una aproximación que paradógicamente sirve, no para destruirlo, sino para redefinirlo como comunidad.
Según insiste el cineasta Florian Schneider en el artículo Collaboration: The Dark Side of the Multitude (Colaboración: El lado oscuro de la Multitud), es necesario distinguir entre las definiciones de colaboración y cooperación revisando los significados etimológicos, históricos y políticos de las dos palabras. Una cooperación se entabla entre individuos identificables, con nociones románticas de afinidad y de intereses comunes. Una colaboración en cambio, se constituye con participantes cuyas motivaciones no tienen por qué pasar por el altruismo ni la generosidad. Es un proceso ambivalente formado por una serie de relaciones paradógicas entre productores que se afectan entre sí. Recordemos por ejemplo, el uso de colaboración como un término para designar la asistencia voluntaria a una fuerza enemiga.
Una comunidad puede surgir de casi cualquier situación, ni siquiera hace falta tener un objetivo claro. Basta con una serie de identificativos visuales o un adversario común para que varios individuos sientan complicidad entre ellos. Sin embargo, lo que parece difícil, según ya clásicos estudios sociológicos es que la experiencia colectiva sea realmente una fuerza emancipadora y crítica, en vez de un analgésico que lleve a sus miembros al pensamiento único, la obediencia y la holgazanería.
Un experimento sociológico realizado en los años 50, llamado el experimento de Asch, demostró hasta qué punto puede la conformidad llegar a someter a un grupo. En este experimento, se pidió a una serie de individuos que participaran en una “prueba de visión”. Reunieron a todos en torno a una mesa, ignorando que entre ellos había algunos cómplices del proyecto, y uno a uno fueron respondiendo preguntas sobre la longitud de unas líneas, cuales eran más largas que las otras, cuales iguales, etc. Los cómplices daban sus respuestas primero y, aunque empezaron correctamente, poco a poco siguieron respondiendo erroneamente. Una alta proporción del resto de los participantes, influenciados por la unanimidad de las respuestas que ya habían oido, los imitaron, aun sabiendo que no lo hacían correctamente.
La vida cotidiana está llena de ejemplos en los que se toman decisiones en grupo sobre los que ni uno sólo de los individuos involucrados se siente satisfecho, y en cambio, se sigue adelante buscando complacer a los demás o por frenos sociales que impiden a los individuos seguir abiertamente sus inclinaciones.
No es siempre fácil encajar un desacuerdo, encontrar el lugar del conflicto, de la disputa, entre los miembros de un grupo. Sin embargo, es en un estado de crisis permanente donde muchos colectivos encuentran su razón de ser, guiados por un paradigma de agrupación en el que el terreno común de los agentes involucrados se basa, no en la afinidad y el consenso, sino en un entramado contradictorio e inconsistente de proyectos personales que coinciden y se ponen a prueba entre sí.
Published in:
- Mugalari, el suplemento cultural del periódico Gara.
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