La sala de interrogatorios

Esculturas públicas envueltas en plástico negro como protesta.

Si has visto una sala de interrogatorios por dentro, las has visto todas. Son espacios anodinos, sin ventanas, con una mesa y unas cuantas sillas. “Bueno, y ¿a qué os dedicáis?” nos pregunta el agente de policía al poner sobre la mesa una caja de cartón que contiene una pequeña colección de radios de coches con los cables enredador. No se atisba malicia ni amenaza en su voz. Parece que está intentando ser amable mientras hurgamos en la caja, buscando la radio que nos robaron hace unas semanas de nuestro coche.

Cuando descubre que somos artistas parece interesado y sigue preguntando sobre qué tipo de trabajo hacemos. Cruzamos dudando una mirada entre nosotros y optamos por lo que esperamos que sea una respuesta segura, le decimos que hacemos vídeos. El agente alza la vista y frunce el ceño. “¿Qué tipo de vídeos?” sigue. Seguimos respondiendo con evasivas, para no vernos forzados a entrar en una conversación sobre lo que es y no es arte.

El valor del arte es un tópico que siempre atrae polémica, pero en Holanda, país donde pasamos gran parte del año, el frenético debate ha alcanzado su punto culminante desde que el recien estrenado gobierno de derechas anunció un 22% de recortes en la financiación de arte y cultura. Los trabajadores culturales se han organizado para denunciar estas medidas, acusadas de vengativas y de tener como proposito la destrucción de lo que sus oponentes describen con regocijo como “pasatiempos de izquierda”.

Tampoco los que apoyan los recortes se han quedado callados. Es útil leer los comentarios de blogs y artículos de opinión de los periódicos para recordar el aparentemente extenso antagonismo contra el arte. Entre las habituales obviedades (el arte conceptual es un fraude y el mundo del arte es elitista), hay uno escrito por un político conservador que atrae nuestra atención. En él se cita al filósofo español Ortega y Gasset para apoyar el argumento de que el arte contemporáneo ha degenerado en irónicos gestos autocomplacientes:

“El arte nuevo tiene la masa en contra suya y la tendrá siempre. Es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra cualquiera por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil (...). Se acerca el tiempo en que la sociedad, desde la política al arte, volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares. Todo el malestar de Europa vendrá a desembocar y curarse en esta nueva y salvadora escisión (...). Bajo toda la vida contemporánea late una injusticia profunda e irritante: el falso supuesto de la igualdad real entre los hombres”
José Ortega y Gasset. “La deshumanización del arte” 1925.

La acusación de elitismo pesa sobre nuestros hombros mientras pensamos qué decirle al policía al otro lado de la mesa. Sí, es verdad que nos hemos visto involucrados en nuestra propia versión de anti-arte burlándonos de formas y tradiciones clásicas. Y sí, somos culpables de subvertir los fondos públicos para dedicarnos a nuestra agenda personal. Pero en nuestra defensa, debería decirse que lo hemos hecho por idealismo. Nuestro objetivo nunca ha sido la aristocracia estética tal y como la previso Ortega y Gasset. En cambio, hemos estado tratando de reconciliar visiones políticas radicales con nuevas formas artísticas, esperando generar un regimen artístico de igualdad en vez de privilegio.

A pesar de nuestras buenas intenciones, nos preocupa que el agente piense que somos pretenciosos y académicos, por lo tanto mantenemos la boca cerrada. Afortunadamente, el hombre es totalmente ageno a nuestros insignificantes complejos. De hecho, sonrie con entusiasmo mientras se apoya en la mesa con aire de confidencialidad. Si somos hábiles con la cámara, nos dice con voz paternal, deberíamos trabajar para la policía. No les vendría mal un poco de ayuda con su imagen pública, añade, y además ¿no sería ésta una magnífica forma de ganar un dinero extra?

Tal vez ahora deberíamos confesar que, en el artículo titulado “At your service” publicado el pasado 30 de abril, ya escribimos sobre la idea de que todo arte es esencialmente propaganda al servicio de la esquizofrénica manifestación de poder. Pero ¿quién se imaginaría que nos enfrentaríamos a nuestras propias declaraciones entre las paredes de una viciada sala de interrogatorios policíal? Es como si una fuerte luz nos señalara de repente para escrutinar nuestros rostos buscando señales de insinceridad.

Es una situación desconcertante moralmente, ya que el cada vez más fuerte coro de voces que desprotican en contra del arte contemporáneo es el mismo que se queja de inmigrantes, altos impuestos y un cuerpo policíal demasiado indulgente con el crimen. Se nos ocurre que lo que se nos está pidiendo no es hacer una imagen más amable, menos brutal de la policía. Todo lo contrario. Tal vez estén buscando unas nuevas relaciones públicas basadas en una anticuada imagen de autoridad, firme poderio, manos enguantadas empuñando con fuerza una porra, cosas así.

“Que vivas en tiempos interesantes”, dice una antigua maldición china. Y es que parece que, mientras estábamos esperando a la revolución, nos hemos visto sumergidos en una equivocada. Esperemos que también salga algo beneficioso de la reciente oleada de antipatía contra el arte contemporáneo, una tendencia que no se limita a Holanda. Este resentimiento, parte del descontento populista en la sociedad, tal vez llegará a aclarar ocultos patrones de división y exclusión cultural. Tal vez es el momento para un arte que reexamine su relación con el poder y la violencia simbólica, entendida como esas silenciosas formas de dominación que nos imponemos unos a otros, con nuestro arsenal de hábitos diarios, costumbres y gustos.

Jueves, 9 Diciembre, 2010

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